Seas quién seas, hagas lo que hagas, vivas donde vivas y ganes lo que ganes, todos compartimos algo: nuestros días duran 24 horas. Aunque nos parezca que algunos son capaces de hacer prácticamente todo lo imaginable en la misma porción de horas que nosotros, cada uno de los personajes inspiradores de la Humanidad ha moldeado su propia rutina diaria, en función de sus necesidades y pasiones. Claro, algunas rutinas fueron más saludables que otros, pero ése ya es otro tema. Entonces, ¿cómo gastan sus 24 horas diarias estos hombres y mujeres?, ¿hay algo que debamos aprender de ellos?, ¿qué tanto difieren de nuestras propias rutinas?
Le Corbusier lleva cinco horas dibujando en su atelier, luego de pasar la mañana pintando. Se levanta de su asiento, da vueltas mientras reparte órdenes, se vuelve a sentar y apoya su cabeza sobre su puño izquierdo, mientras bosqueja con un trozo de carbón sobre el papel. No ha sido un buen día. Hoy las ideas le salen percudidas. C’est difficile, l’architecture, dice lamentándose y frustrado deja caer el carbón. Suspira, toma su abrigo, se despide del atelier, se sube a su Simca Fiat de color pistacho y maneja rumbo a casa. Son las 7 de la tarde.
Esta recreación refleja la imperturbable rutina de Le Corbusier cuando se frustraba en la traducción de sus propias ideas, como revelaría más tarde el arquitecto polaco Jerzy Soltan (1913-20005) en “Working With Corbusier”, artículo también rescatado por el blog Daily Routines. ¿Y qué ocurría si las ideas de Corbu fluían con soltura? Según Soltan, “si el trabajo iba bien, si disfrutaba sus propios dibujos y estaba seguro de lo que intentaba hacer, entonces se olvidaba de la hora y llegaba tarde a casa para cenar”.
Vayamos a la mañana siguiente: Le Corbusier despertaba sagradamente a las 06 a.m. para ejercitar y pintar cuadros. A las 08 a.m. desayunaba y luego se enfocaba en sus dibujos arquitectónicos y urbanísticos para transmitirlos durante la tarde en su atelier parisino. “Es un error asumir que estaba dedicando este tiempo [en la mañana] a la conceptualización de formas que aplicaba directamente en sus proyectos”, aclaraba el arquitecto polaco, defendiendo que esto “era para él un periodo de concentración durante el cual su imaginación, catalizada por la actividad de pintar, podía sondear profundamente en su propio subconsciente”. No obstante, como sabemos, la inspiración arriba al papel y a nuestras palabras cuando menos se le espera, y cada uno maneja sus propias técnicas para invocarla. Por ejemplo, Bernard Tschumi reconoció años atrás al New York Times que trabaja mejor bajo presión “o bien, vaciando mi cerebro durante el fin de semana. Ese estado en blanco es útil. Es como un atleta antes de una competición”.
Un día de sesenta horas
Coincidentemente, los arquitectos presentes en Daily Rituals comparten el gusto, necesidad u obsesión de despertar al alba, como el italiano Gio Ponti (1891-1979), de quien dice su hija, Lisa, que se levantaba a las 5 a.m. para escribir “treinta carta a amigos y colaboradores contándoles que había decidido cambiar esto o ese detalle del proyecto”. Sus rutinas eran tan extenuantes que se jactaba de resumir su vida en este rosario de cifras: sesenta años de trabajo, obras construidas en trece países, veinticinco años de clases universitarias, artículos en las primeras 156 ediciones de su revista (Domus), diseños industriales para 120 empresas y mil dibujos arquitectónicos. Esta colosal producción hace creer a Lisa Ponti que su padre estrujaba 60 horas de trabajo en un día común y corriente.
Cruzando el Atlántico, en una entrevista al The New York Times Magazine, la célebre duplaVenturi y Scott Brown comentó que ambos despertaban a las 5 a.m. para ver televisión y organizar las notas dejadas la noche anterior. Mientras que Peter Eisenman ha confesado, como recoge Daily Rituals, que su “mejor hora para pensar y leer es entre 5.30 a.m. y 7 a.m.”, y Daniel Libeskind ejercita una hora a las 6 a.m., para luego beber una taza de café y escuchar música clásica, mientras que a la noche, alrededor de las 10 p.m., se reúne con su familia a “comer, relajarse y hablar sobre otras cosas que [no fueran] trabajo”.
Esta bebida, amiga tanto de oficinistas, artistas como de escritores, pero verdadera amante del arquitecto(a), es también el elíxir de varias mentes inspiradoras, quienes lo ingieren sin la moderación que cualquier persona consideraría (o creer considerar). Señala Mason Currey en su blog que la cafeína, como es de suponer, “es una rara droga que tiene poderosos efectos: ayuda a enfocarse, ahuyenta la somnolencia y acelera la velocidad de acción en las nuevas ideas”.
Si bien entre arquitectas y arquitectos el café es muy popular, el blog estadounidense no registra rutinas altamente dependientes de la cafeína entre colegas destacados, como la del novelista francés Honoré de Balzac (1799-1850, “La comedia humana”), quiendespertaba a la 01 a.m. para sentarse y escribir siete horas seguidas. A las 8 a.m. -cuando Eisenman y Libeskind siglos más tarde a esa misma hora estarían camino a la oficina- Balzac se permitía una siesta de hora y media, para luego volver a trabajar de 9.30 a.m. a 4 p.m., bebiendo una taza de café tras otra, en una autodestructiva secuencia de 50 tazas diarias. Una cuestionable costumbre que le pasaría la cuenta más temprano que tarde a los 51 años cuando un ataque cardiaco lo mató.
¿Mejor una taza de té?
La siesta de Frank Lloyd Wright y el plan perfecto de Fuller
La tradición de la siesta, arrancada de cuajo en las grandes ciudades por congelar la jornada laboral, limitar el potencial consumo y aparentemente entorpecer el rendimiento de las empresas, fue aprovechada y reformulada (era qué no) por los arquitectos de antaño:Frank Lloyd Wright, madrugador por excelencia, se levantaba a las 4 a.m. para trabajar tres horas y luego dormir una siesta. Comodín al que volvía a recurrir durante la tarde, aunque fuera en una “banca de madera o una repisa de hormigón”, según Daily Rituals.
Mas la idea de la siesta como transición entre las dos mitades del día no fue aprovechada por algunos arquitectos para vivir mejor, sino para extender sus jornadas laborales, -o en casos más dramáticos- para erradicar eso de dormir de noche tantas horas seguidas.Según Currey, en la época como profesor en la Universidad de Pennsylvania, Louis I. Kahn dormitaba al atardecer regresando de sus clases, para “iniciar un nuevo día de trabajo” a las 10.30 p.m. en su oficina. ¿Y si atacaba el sueño? Dormía en una banca y luego volvía a trabajar.
Buckminster Fuller, creador de la Casa Dymaxion y los domos geodésicos, llevó al extremo el uso de la siesta en los años treinta: determinó “que los patrones humanos de sueño no eran prácticos para la vida moderna”. Según Fuller, si se forzaba a dormir menos, podía trabajar mucho más (un ferviente deseo para muchos colegas en la actualidad): por cada seis horas de trabajo, dormía media hora. Lo curioso es que la técnica efectivamente resultó, hasta que su esposa se quejó por la nula compatibilidad con los horarios familiares. Claro, el factor afectivo que muchos dejan de lado.
A final de cuentas -por más descabelladas o sensatas que resulten algunas rutinas- hay algo que comparten las jornadas de las 161 mujeres y hombres catastrados por Daily Rituals: todos estructuran sus rutinas en función de sus necesidades espirituales (dar una caminata, leer, ejercitar); sociales (responder cartas, conversar con amigos, cenar con la familia) o laborales (escribir, proyectar, pintar, corregir). En la medida de lo posible, todos ellos arman sus horarios en pos de realizar el mejor trabajo posible, por la pasión que finalmente los empuja a levantarse de madrugada como a Eisenman o a pintar como Le Corbusier para buscar la inspiración, esa musa tan caprichosa y antojadiza entre los arquitectos.
Porque sí, la inspiración existe, pero como dice Picasso, tiene que encontrarte trabajando