¿Cuánto cortoplacismo se le puede inyectar a una ciudad hasta que deja de ser ciudad? ¿Cuánto se tiene que despreciar hasta dilapidar su identidad?¿Cuántos centros comerciales necesitamos los ciudadanos y cuánto están dispuestos a comprar los turistas en los parques temáticos urbanos que reproducen, una y otra vez, las mismas marcas?
Escribió Walter Benjamin que habitar significa dejar huellas. Pero hoy, entusiasmados por lo novedoso, las ciudades se hacen más arrasando que dejando huellas de nuestro paso por ellas. Ese sistema puede tener un rédito económico (inmediato), pero las pérdidas resultan irreparables. Borrar el pasado implica, en realidad, empezar a borrar el futuro.
Durante años, el souvenir más vendido en las Ramblas de Barcelona –el paseo que une el antiguo centro urbano con el puerto de la ciudad- fue el sombrero mexicano. No eran barretinas sino gigantescos sombreros mexicanos lo que se apilaba a las puertas de los comercios. Por pocos euros proporcionaban un regalo suntuoso y útil –decían-. Se trataba, en última instancia, de una elección divertida. ¿Será la diversión lo que está arruinando nuestras ciudades? ¿O será que hemos aprendido a confundir diversión con destrucción?
Los sombreros se vendían en casi todas las tiendas de recuerdos de las Ramblas, un paseo que ha visto desaparecer los pájaros y buena parte de las flores que lo ocupaban para hacer sitio a lo que demandaban los turistas: refrescos, bocadillos y camisetas el Barça. Lo de más, en aquellos sombreros, era la broma, la gracia de regresar al crucero con un objeto fabricado en China y adquirido en Barcelona. Que los familiares de los turistas relacionasen luego España con México era la menor de las consecuencias de la ocurrencia. Pero no dejaba de ser una pena buscar la broma en algo tan aparatoso cuando en España tenemos un magnífico arsenal de payasadas nacionales que harían reír a cualquiera, si es que, finalmente, de eso se trataba.
Que los suizos construyan reputación con algo tan infantil como el chocolate y tan antipático como los relojes –o los bancos- debería darnos que pensar a nosotros, incapaces de salvaguardar toneladas de talento (artesano y artístico) y ciudades hechas a capas, con la huella de diversas culturas y de múltiples ambiciones y sueños.
En Londres, es posible descubrir nuevos barrios siguiendo las placas moradas que reconocen a personajes de otras épocas y protegen lo que queda de ellos: la memoria y el lugar en el que vivieron, nacieron, trabajaron o murieron. Enfrentarse a uno de esos medallones produce una mezcla extraña entre el descubrimiento, el conocimiento y el reconocimiento de nuestra condición transitoria. Las placas que informan sobre algunos rincones de las ciudades multiplican esas ciudades, aumentan la curiosidad, el conocimiento y las visitas turísticas sin necesidad de venderles a los visitantes sombreros mexicanos ni sangría barata.
No hay mejor manera de mostrar la convivencia cívica en una ciudad que con la amalgama de comercios, usos y épocas que convive en sus calles, tiendas y edificios. Cuando no se entiende que solo la diversidad genera riqueza y asegura el futuro se cae en el cortoplacismo que no ve más allá de los números. Ahora que en Barcelona se ha prohibido la venta de los sombreros mexicanos en establecimientos de recuerdos, los tenderos barceloneses se han unido para reclamar no solo el mantenimiento de algunos comercios antiguos como marcas históricas de la ciudad sino también el tipo de negocio (la protección del uso) para preservar su impronta. Merecería la pena pararse a pensar qué ciudad queremos dejarles a nuestros nietos: una urbe sin memoria, que construye sobre lo destruido, o un lugar de convivencia en el que la historia termina por urdir una trama integradora.
Cuando lo genérico sustituye a lo específico se adentra uno en el territorio de nadie de la no ciudad. Antes de que el desorbitado ritmo de vida consumista nos haga reventar a todos, ciudades y ciudadanos, salvemos el corazón de las ciudades para quienes no tengan ni miedo ni pereza de caminar con la visa puesta en una ambición mucho mayor que la de exprimir la ciudad: revitalizar su día a día para disfrutar de su eternidad.
Escrito por:Anatxu Zabalbeascoa
Vía: El País
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